La habilidad humana no tiene límites y se hace palpable donde menos uno lo espera. Braudilio era un agricultor de mucho fuste en El Palmar, donde se conocía no solo por su pericia para lograr buenas cosechas en sus predios, sino también en las artes para conquistar mujeres. Se trasladaba a comunidades vecinas en su rol de gallero, aunque en realidad acudía en búsqueda de féminas hermosas que desconocieran de sus andanzas mujeriles.
Él es como los marineros que tienen una mujer en cada puerto, se comentaba en el lugar. En su caso tenía muchachos en cada localidad a donde iba, o a jugar gallos o a vender productos agrícolas y pecuarios.
Braudilio pavoneaba sus aventuras amatorias por las comunidades de Monserrate, Santana, Santa Bárbara, El Granado-donde dicen que conoció a Dulce, una mulata de ojos galanos-; Cabeza de Toro, Uvilla, El Jobo, Mena y otras localidades. Cada cierto tiempo, este galán visitaba a “sus mujeres”, a las que dejaba racimos de plátanos, guineos, carnes de res y de cerdo, leche y 10 cheles de la época.
-“Eso e pa´ los muchachos; pa´ los muchachos…”, decía.
En una ocasión se trasladó a Monserrate en su brioso y orlado caballo negro. Vio allí a una bella, distinguida dama y fina costurera, de la cual quedó gratamente impactado.
De tamaño alto y talante de campesino rústico, atenuaba su ruda personalidad con la elegante forma de vestir. Entre sus atuendos resaltaban los pantalones de gabardina, camisas blancas, sombrero Panamá y zapatos a dos tonos (blanco y negro, marrón y blanco). El desodorante Estrella Azul y la vaselina Alka que usaba diestramente para domar su cabello crespo, no faltaban en su acicalamiento, el cual completaba con un acariciador perfume de madera de cedro.
La llegada de este Tenorio de El Palmar a comunidades cercanas a Tamayo llamaba la atención. Comenzó a visitar cada vez con más frecuencia, a la comunidad de Monserrate donde, sin bajar nunca de su montura, halagaba con dulces expresiones de amor a Ignacia, perfilándola como el nuevo amor de su vida.
Desde el sillón donde confeccionaba finas ropas utilizando su vieja máquina de coser “Singer”, ésta era mimada con tiernos elogios que le prodigaba Braudilio, una expresión virtuosa de la galantería.
Los alardes que este galán hacía de su don de conquistador eran conocidos, ya que procuraba impresionar a sus enamoradas con exóticos arreglos florales, en tanto recitaba, sin desmontarse del caballo, excéntricos poemas, como aquel que recitó a Ignacia, de la autoría de Arturo Pellerano Castro (Byron) el cual dejó en “babia” a la reconocida dama:
“A ti”
“Yo quisiera, mi vida, ser burro,
ser burro de carga,
y llevarte, en mi lomo,
a la fuente, en busca del agua,
con que riega tu madre el conuco,
con que tú, mi trigueña, te bañas.
“Yo quisiera, mi vida, ser burro,
ser burro de carga,
y llevar al mercado tus frutos,
y traer para ti, dentro del árgana,
el vestido que ciña tu cuerpo,
el pañuelo que cubra tu espalda,
el rosario de cuentas de vidrio
con Cristo de plata,
que cual rojo collar de cerezas
rodee tu garganta…”
Fragmento de poema “A ti” de Arturo Pellerano Castro (Byron).
En una ocasión Braudilio llevó una serenata la madrugada de un sábado cualquiera a la casa de Ignacia. Para ello se acompañó de su amigo, el bohemio cantautor Domingo Vólquez, quien cantaba acompañado de su vieja guitarra y del japonés Kozanaro, el cual hacía una impresionante ejecución del bandoneón. El nipón, quien hacía poco se había asentado en Tamayo, integró con Renatico y compartes, un conjunto musical que era el deleite de los trovadores pueblerinos.
En el momento en que Domingo interpretaba con su guitarra una canción del trío Los Panchos, en la espesura nocturna, el japonés subió su pie derecho sobre un enorme “taburete” que estaba recostado a la casa, a fin de acomodarse para ejecutar su instrumento. En la medida que Kozanaro tocaba el bandoneón, se apoyaba con firmeza sobre “el taburete” que, al recibir la presión del japonés, se removió y produjo un sórdido gruñido que retumbó en la tranquilidad nocturna: ¡oenc, oenc! ¡oenc! ¡oenc!
Hasta ahí llegó la serenata. El nipón dio un solo salto y comenzó a correr:
-“El diablo, el diablo, nos salió el diablo…”, decía en buen dominicano mientras huía despavorido, acompañado de los músicos y de Braudilio, que arrancó “a todo dar” en el corcel negro.
La familia de Ignacia, que escuchaba extasiada el manojo de canciones del popular trío formado en Nueva York con talentos mexicanos y puertorriqueños, irrumpió en estruendosas carcajadas al escuchar cómo los serenateros cortaron de golpe sus interpretaciones para correr espantados en todas direcciones.
Kozanaro se repuso del susto al otro día. Se enteró entonces, por boca de vecinos, que “no había despertado al diablo” como se supuso, sino que se apoyó mientras ejecutaba su bandoneón, en el espinazo de “Memelo”, enorme “marrano” que Ignacia criaba en el patio para uso como alcancía personal.
En tanto Braudilio, acostumbrado a que las mujeres se arrodillaran a sus pies a prodigarle amor ante su excesiva galantería, comenzó a desesperarse cuando vio que Ignacia, después de la serenata, no se dignó decirle que sí o que no, es más, ni siquiera hizo esfuerzos para comunicarse con él.
Dada la apremiante situación, éste, sin perder más tiempo, decidió proponer a su enamorada que se “fugaran”, como era costumbre de la época, para que fuese por siempre y para siempre, el “único amor de su vida”.
Y fue así como, el pasar de los años y la experiencia de vida decían a este don Juan que había llegado la hora de “sentar cabeza” y tener una familia formal. Llegó por fin a entender que era Ignacia, definitivamente, la pareja ideal para ese propósito.
Pero había algo que éste no sabía y ni sospechaba de su enamorada. La excelsa dama que le trataba con aparente indiferencia, esperaba también con impaciencia la declaratoria de amor de su pretendiente.
Ignacia, que ya había entrado en años y que había sumergido su vida en el mundo de la costura, la acosaba el fantasma de la soledad, Temía morir “jamona”, lo que implicaría según las viejas tradiciones del lugar, que al quedarse sin casar, le echarían “un burro bien dotado” en el cielo, a la hora de su muerte.
-“Búscate un hombre Ignacia, te van a echar los burros en el cielo…”-les advertían amigas.
Ante tales insinuaciones, esta mujer acosada por la presión social, no pensó dos veces para decir que sí a Braudilio. No importó que les atribuyeran otras 40 mujeres y 60 hijos. Aceptado el “válido y bueno” de parte de la enamorada, éste coordinó con ella los detalles que le facilitarían irla buscar de madrugada, con el fin de hacer realidad esta inolvidable fuga amorosa.
Ignacia se había preparado para el anhelado momento. Braudilio llegó en medio de la espesa oscuridad, tomó a su mujer por la cintura, la subió al caballo y la llevó a la casa que sería su definitivo “nido de amor”.
Cuando llegaron, ella tenía un rostro rozagante, adornado de bella y resplandeciente sonrisa. Ocurrió que Ignacia no se paraba de la máquina de coser cuando Braudilio iba a galantearla, no quiso nunca que su futuro esposo supiera que ella cojeaba y que el “cojeo” era, definitivamente, la fatídica carga que había llevado lastimeramente por los días de los días.
Pero Ignacia también encontró extraño que su enamorado tampoco bajaba del caballo cuando le visitaba. Evitó siempre que ésta se percatara que tenía una pierna más corta que la otra, producto –se supo después-de la polio que le atacó en su niñez.
Confiada, segura de que ya había asegurado a su presa, al amor de su vida, se tiró del caballo y con picardía dijo a Braudilio:
-“Te engañé, te engañé…”, mientras renqueaba de una pierna. Éste bajó con destreza del caballo y también cojeando, ripostó:
-“Y a mí con qué, y a mí con qué…”.
A veces uno cree que engaña a los demás. Los otros, empero, también tienen sus habilidades y malicias. Los políticos creen que “se la están comiendo”, que engañan al pueblo y éste, que no tiene nada de tonto, dice como Braudilio, pero con el “concón por dentro”:
-“Y a mí con qué, y a mí con qué….
*El autor es periodista.